Con el fin de crear lo que consideramos “hábitos saludables” en ocasiones nos auto obligamos a realizar, a base de grandes dosis de voluntad y esfuerzo, determinadas tareas o actividades que en realidad no nos apetece del todo hacer.
Hacer ejercicio físico, comer de una forma determinada, meditar, no tomar bebidas alcohólicas o carbonatadas, dormir un número determinado de horas, no fumar, no criticar, no quejarse, etc. etc. etc.
Y de pronto un día, arrastrados por alguna excusa, más o menos creativa, dejamos de hacerlas. Empezamos a transitar el camino de la procrastinación, experimentando toda una vorágine de sentimientos encontrados. Una mezcla perfecta entre frustración, culpa y autoengaño.
¡Cuántos de nosotros no habremos pasado a lo largo de nuestra vida, en más de una ocasión, por este tipo de situaciones!
Sin embargo, tal y como suele pasar, es justo en esos momentos de penumbra cuando existe mayor posibilidad de atisbar luz.
Basta con detenerse a observar, tan sólo un poquito, más allá.
Observar nuestra energía, nuestro cuerpo físico, nuestros pensamientos y emociones, nuestra manera de reaccionar ante las distintas experiencias que nos acontecen en el día a día.
¿Cómo estábamos antes, cuando aún hacíamos “esas cosas”? ¿Cómo estamos ahora, que ya no las hacemos?
Y puede que entonces caigamos en la cuenta de que, aunque podemos vivir perfectamente sin realizar esos “hábitos saludables”, nuestra vida es mucho mejor cuando los llevamos a cabo. Nosotros nos convertimos en una versión que se acerca un poco más a quienes queremos llegar a ser (o incluso a quienes realmente somos).
O quizás no. Quizás descubramos que esos hábitos no son realmente tan importantes para nuestro bienestar como creíamos en un principio y entonces no sea valioso para nosotros instaurarlos.
Nietzsche decía: “el que tiene un por qué para vivir puede soportar y encontrar casi cualquier cómo “.
Y es que, hallar el sentido de hacer algo (en realidad el “para qué”, más que el “por qué”) imprime la fuerza y el poder necesarios para hacerlo. Nos impulsa a salir de nuestra zona de confort y a hallar toda clase de recursos para seguir haciendo eso que nos hemos propuesto hacer. Proporciona combustible al motor del movimiento, del cambio, lo que se conoce como MOTIVACIÓN, palabra que deriva del latín motivus y que significa “causa del movimiento”.
Desde esta reflexión, elegir seguir haciendo o no una tarea o actividad dependerá principalmente no de lo que se supone que es bueno para todo el mundo, sino de lo que hemos comprobado de primera mano que es valioso para nosotros.
Por ello, “no hay mejor manera para seguir haciendo algo que dejar de hacerlo”. Porque mientras realizamos algo podemos desde el bienestar, sin lugar a dudas, percatarnos de los beneficios derivados de esa acción. Sin embargo, debido a nuestra caprichosa naturaleza humana, no es hasta que volvemos a dejar de realizar esa acción cuando, desde un posible malestar, dirigimos verdaderamente nuestra atención hacia lo que está ocurriendo.
Desde esa mirada atenta aumentamos nuestra capacidad de observación y de toma de consciencia, pudiendo entonces determinar con mayor claridad cuánto de fuerte es nuestra motivación. Esto influirá en última instancia en nuestro poder de elección (ahora desde la propia responsabilidad) sobre seguir o no realizando esta acción, dotando a nuestra decisión de una gran fortaleza y firmeza a lo largo del tiempo.




